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En "La parte maldita", págs. 25-43, Ed. Icaria, Barcelona, 1987.
1. Insuficiencia del principio clásico
de utilidad
Cuando el sentido de un debate depende del valor
fundamental de la palabra útil, es decir, siempre que se aborda una
cuestión esencial relacionada con la vida de las sociedades humanas,
sean cuales sean las personas que intervienen y las opiniones
representadas, es posible afirmar que se falsea necesariamente el debate
y se elude la cuestión fundamental. No existe, en efecto, ningún medio
correcto, considerando el conjunto más o menos divergente de las
concepciones actuales, que permita definir lo que es útil a los hombres.
Esta laguna queda harto probada por el hecho de que es constantemente
necesario recurrir, del modo más injustificable, a principios que se
intentan situar más allá de lo útil y del placer. Se alude,
hipócritamente, al honor y al deber combinándolos con el interés
pecuniario y, sin hablar de Dios, el Espíritu se usa para enmascarar la
confusión intelectual de aquellos que rehusan aceptar un sistema
coherente.
Sin embargo, la práctica usual evita estas
dificultades elementales, y la conciencia común parece que, en una
primera aproximación, no puede oponer más que reservas verbales al
principio clásico de la utilidad, es decir, de la pretendida utilidad
material. Teóricamente, ésta tiene por objeto el placer -pero solamente
bajo una forma atemperada, ya que el placer violento se percibe como
patológico- y queda limitada a la adquisición (prácticamente a la
producción) y a la conservación de bienes, de una parte, y a la
reproducción y conservación de vidas humanas, por otra: (preciso es
añadir, ciertamente, la lucha contra el dolor, cuya importancia hasta en
sí misma para poner de manifiesto el carácter negativo del principio
del placer teóricamente introducido en la base). En la serie de
representaciones cuantitativas ligadas a esta concepción de la
existencia, plana e insostenible, sólo el problema de la reproducción se
presta seriamente a la controversia por el hecho de que un aumento
exagerado del número de seres vivientes puede disminuir la parte
individual. Pero, globalmente, cualquier enjuiciamiento general sobre la
actividad social implica el principio de que todo esfuerzo particular
debe ser reducible, para que sea válido, a las necesidades fundamentales
de la producción y la conservación. El placer, tanto si se trata de
arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido, en definitiva, en
las interpretaciones intelectuales corrientes, a una concesión, es
decir, a un descanso cuyo papel sería subsidiario. La parte más
importante de la vida se considera constituida por la condición -a veces
incluso penosa- de la actividad social productiva.
Es verdad que la experiencia personal, tratándose
de un joven, capaz de derrochar y destruir sin sentido, se opone, en
cualquier caso, a esta concepción miserable. Pero incluso cuando éste se
prodiga y se destruye sin consideración alguna, hasta el más lúcido
ignora el porqué o se cree enfermo. Es incapaz de justificar
utilitariamente su conducta y no cae en la cuenta de que una sociedad
humana puede estar interesada, como él mismo, en pérdidas considerables,
en catástrofes que provoquen, según necesidades concretas, abatimientos
profundos, ataques de angustia y, en último extremo, un cierto estado
orgiástico.
La contradicción entre las concepciones sociales
corrientes y las necesidades reales de la sociedad se asemeja, de un
modo abrumador, a la estrechez de mente con que el padre trata de
obstaculizar la satisfacción de las necesidades del hijo que tiene a su
cargo. Esta estrechez es tal que le es imposible al hijo expresar su
voluntad. La cuasi malvada protección de su padre cubre el alojamiento,
la ropa, la alimentación, hasta algunas diversiones anodinas. Pero el
hijo no tiene siquiera el derecho de hablar de lo que le preocupa. Está
obligado a hacer creer que no se enfrenta a nada abominable. En este
sentido es triste decir que la humanidad consciente continúa siendo
menor de edad; admite el derecho de adquirir, de conservar o de consumir
racionalmente, pero excluye, en principio, el gasto improductivo.
Es cierto que esta exclusión es superficial y que
no modifica la actividad práctica, del mismo modo que las prohibiciones
no limitan al hijo, el cual se entrega a diversiones inconfesables en
cuanto deja de estar en presencia del padre. La humanidad puede hacer
suyas unas concepciones tan estúpidas y miopes como las paternas. Pero,
en la práctica se comporta de tal forma que satisface necesidades que
son una barbaridad atroz e incluso no parece capaz de subsistir más que
al borde de lo excesivo.
Por otra parte, a poco que un hombre sea capaz de
aceptar plenamente las consideraciones oficiales, o que pueden llegar a
serlo, a poco que tienda a someterse a la atracción de quien dedica su
vida a la destrucción de la autoridad establecida, es difícil creer que
la imagen de un mundo apacible y coherente con la razón pueda llegar a
ser para él otra cosa que una cómoda ilusión.
Las dificultades que pueden encontrarse en el
desarrollo de una concepción que no siga el modelo despreciable de las
relaciones del padre con su hijo no son, por lo tanto, insuperables. Se
puede añadir la necesidad histórica de imágenes vagas y engañosas para
uso de la mayoría, que no actúa sin un mínimo de error (del cual se
sirve como si fuera una droga) y que, además, en cualquier
circunstancia, rechaza reconocerse en el laberinto al que conducen las
inconsecuencias humanas. Para los sectores incultos o poco cultivados de
la sociedad, una simplificación extrema constituye la única posibilidad
de evitar una disminución de la fuerza agresiva. Pero sería vergonzoso
aceptar como un límite al conocimiento las condiciones en las que se
forman tales concepciones simplificadas. Y si una concepción menos
arbitraria está condenada a permanecer de hecho como esotérica, si, como
tal, tropieza, en las circunstancias actuales, con un rechazo insano,
hay que decir que este rechazo es precisamente la deshonra de una
generación en la que los rebeldes tienen miedo del clamor de sus propias
palabras. No debemos, por tanto, prestarle atención.
2. El principio de pérdida
La actividad humana no es enteramente reducible a
procesos de producción y conservación, y la consumición puede ser
dividida en dos partes distintas. La primera, reducible, está
representada por el uso de un mínimo necesario a los individuos de una
sociedad dada la conservación de la vida y para la continuación de la
actividad productiva. Se trata, pues, simplemente, de la condición
fundamental de esta última. La segunda parte está representada por los
llamados gastos improductivos: el lujo, los duelos, las guerras, la
construcción de monumentos suntuarios, los juegos, los espectáculos, las
artes, la actividad sexual perversa (es decir, desviada de la actividad
genital), que representan actividades que, al menos en condiciones
primitivas, tienen su fin en sí mismas. Por ello, es necesario reservar
el nombre de gasto para estas formas improductivas, con exclusión de
todos los modos de consumición que sirven como medio de producción. A
pesar de que siempre resulte posible oponer unas a otras, las diversas
formas enumeradas constituyen un conjunto caracterizado por el hecho de
que, en cualquier caso, el énfasis se sitúa en la pérdida, la cual debe
ser lo más grande posible para que adquiera su verdadero sentido.
Este principio de pérdida, es decir, de gasto
incondicional, por contrario que sea al principio económico de la
contabilidad (el gasto regularmente compensado por la adquisición), sólo
racional en el estricto sentido de la palabra, puede ponerse de
manifiesto con la ayuda de un pequeño número de ejemplos extraídos de la
experiencia corriente.
1) No basta con que las joyas sean bellas y
deslumbrantes, lo que permitiría que fueran sustituidas por otras
falsas. El sacrificio de una fortuna, en lugar de la cual se ha
preferido un collar de diamantes, es lo que constituye el carácter
fascinante de dicho objeto. Este hecho debe ser relacionado con el valor
simbólico de las joyas, que es general en psicoanálisis. Cuando un
diamante tiene en un sueño una significación relacionada con los
excrementos, no se trata solamente de una asociación por contraste ya
que, en el subconsciente, las joyas, como los excrementos, son materias
malditas que fluyen de una herida, partes de uno mismo destinadas a un
sacrificio ostensible (sirven, de hecho, para hacer regalos fastuosos
cargados de deseo sexual). El carácter funcional de las joyas exige su
inmenso valor material y explica el poco caso hecho a las más bellas
imitaciones, que son casi inutilizables.
2) Los cultos exigen una destrucción cruenta de
hombres y de animales de sacrificio. El sacrificio no es otra cosa, en
el sentido etimológico de la palabra, que la producción de cosas
sacradas. Es fácil darse cuenta de que las cosas sagradas tienen su
origen en una pérdida. En particular, el éxito del cristianismo puede
ser explicado por el valor del tema de la crucifixión del hijo de Dios,
que provoca la angustia humana por equivaler a la pérdida y a la ruina
sin límites.
3) En los diferentes deportes, la pérdida se
produce, en general, en condiciones complejas. Cantidades de dinero
considerables se gastan en mantenimiento de locales, de aparatos y de
hombres. Las energías se prodigan, en lo posible, con la finalidad de
provocar un sentimiento de estupefacción y, en todo caso, con una
intensidad infinitamente más grande que en las empresas de producción.
El peligro de muerte no se evita, ya que constituye, por el contrario,
el objeto de una fuerte atracción inconsciente. Por otra parte, las
competiciones son, a veces, la ocasión para repartir riquezas de un modo
ostensible. Muchedumbres inmensas asisten a ellas. Sus pasiones se
desencadenan con gran frecuencia sin control alguno y la pérdida de
ingentes cantidades de dinero queda comprometida en forma de apuestas.
Es verdad que esta circulación de dinero beneficia a un pequeño número
de profesionales de la apuesta, pero no por ello esta circulación puede
ser menos considerada como una carga real de las pasiones desencadenadas
por la competición, que ocasiona a un gran número de apostadores
pérdidas despro-porcionadas con sus medios. Estas pérdidas alcanzan
frecuentemente una importancia tal que los apostadores no tienen otra
salida que la prisión o la muerte. Por otra parte, formas diferentes de
gasto improductivo pueden estar ligadas, según las circunstancias, a los
grandes espectáculos de competición que, del mismo modo que los
elementos animados por un movimiento propio, se sienten atraídos por una
turbulencia mayor. Así es como a las carreras de caballos se asocian
procesos de clasificación social de carácter suntuario (basta mencionar
la existencia de los Jockey Clubs) y la producción ostentosa de las
lujosas novedades de la moda. Hay que hacer observar, además, que el
conjunto de los gastos que tienen lugar actualmente en las carreras es
insignificante comparado con las extravagancias de los bizantinos, que
unen a las competiciones hípicas el conjunto de la actividad pública.
4) Desde el punto de vista del gasto, las
producciones artísticas pueden ser divididas en dos grandes categorías,
entre las cuales la primera está constituida por la arquitectura, la
música y la danza. Esta categoría comporta gastos reales. No obstante,
la escultura y la pintura, sin hacer referencia a la utilización de
lugares concretos para ceremonias o espectáculos, introducen en la
arquitectura misma el principio de la segunda categoría, el del gasto
simbólico. Por su parte, la música y la danza pueden estar fácilmente
cargadas de significaciones exteriores.
En su forma superior, la literatura y el teatro,
que constituyen la segunda categoría, provocan la angustia y el horror
por medio de representaciones simbólicas de la pérdida trágica
(decadencia o muerte). En su forma inferior provocan la risa por medio
de representaciones cuya estructura es análoga, pero excluyen ciertos
elementos de seducción. El término poesía, que se aplica a las formas
menos degradadas, menos intelectualizadas de la expresión de un estado
de pérdida, puede ser considerado como sinónimo de gasto; significa, en
efecto, de la forma más precisa, creación por medio de la pérdida. Su
sentido es equivalente a sacrificio. Es cierto que el nombre de poesía
no puede ser aplicado de forma apropiada, más que a una parte bastante
poco conocida de lo que viene a designar vulgarmente y que, por falta de
una decantación previa, pueden introducirse las peores confusiones. Sin
embargo, en una primera exposición rápida, es imposible referirse a los
límites infinitamente variables que existen entre determinadas
formaciones subsidiarias y el elemento residual de la poesía. Es más
fácil decir que, para los pocos seres humanos que están enriquecidos por
este elemento, el gasto poético deja de ser simbólico en sus
consecuencias. Por tanto, en cierta medida, la función creativa
compromete la vida misma del que la asume, puesto que lo expone a las
actividades más decepcionantes, a la miseria, a la desesperanza, a la
persecución de sombras fantasmales, que sólo pueden dar vértigo, o a la
rabia. Es frecuente que el poeta no pueda disponer de las palabras más
que para su propia perdición, que se vea obligado a elegir entre un
destino que convierte a un hombre en un réprobo, tan drásticamente
aislado de la sociedad como lo están los excrementos de la vida
apariencial, y una renuncia cuyo precio es una actividad mediocre,
subordinada a necesidades vulgares y superficiales.
3. Producción, intercambio y gasto
improductivo
Una vez demostrada la existencia del gasto como
función social, es necesario tomar en consideración las relaciones de
esta función con las de producción y adquisición, que son opuestas.
Estas relaciones se presentan inmediatamente como las de un fin con la
utilidad. Y, si bien es verdad que la producción y la adquisición,
cambiando de forma al desarrollarse, introducen una variable cuyo
conocimiento es fundamental para la comprensión de los procesos
históricos, ambas no son, sin embargo, más que medios subordinados al
gasto. A pesar de ser espantosa, la miseria humana no ha sido nunca una
realidad digna de atención en las sociedades porque la preocupación por
la conservación, que da a la producción la apariencia de un fin, se
impone sobre el gasto improductivo. Para mantener esta preeminencia,
como el poder está ejercido por las clases que gastan, la miseria ha
sido excluida de toda actividad social. Y los miserables no tienen otro
medio de entrar en el círculo del poder que la destrucción
revolucionaria de las clases que lo ocupan, es decir, a través de un
gasto social sangriento y absolutamente ilimitado.
El carácter secundario de la producción y de la
adquisición con respecto al gasto aparece de la forma más clara en las
instituciones económicas primitivas debido a que el intercambio es
todavía tratado como una pérdida suntuaria de los objetos cedidos. El
intercambio se presenta así, en el fondo, como un proceso de gasto sobre
el que se desarrolló un proceso de adquisición. La economía clásica
creyó que el intercambio primitivo se producía bajo la forma de trueque,
pues no tenía, en efecto, ninguna razón para suponer que un medio de
adquisición como el intercambio hubiera podido tener como origen, no la
necesidad de adquirir sino la necesidad contraria de destrucción y de
pérdida. La concepción tradicional de los orígenes de la economía no ha
sido arruinada más que en fecha reciente, incluso muy reciente, por lo
que en gran número de economistas sigue considerando arbitrariamente el
trueque como el ancestro del comercio.
Opuesta a la noción artificial de trueque, la forma
arcaica del intercambio ha sido identificada por Mauss con el nombre de
potlatch2 tomado de los indios del noroeste americano, que practican el
tipo más conocido. Instituciones análogas al potlatch indio o rastros
de ellas han sido halladas con mucha frecuencia.
El potlatch de los tlingit, los haïda, los
tsimshian, los kwakiutl de la costa noroeste ha sido estudiado con
precisión desde fines del siglo XIX (pero no fue comparado, entonces,
con las formas arcaicas de intercambio de otros países). Los pueblos
americanos menos avanzados practican el potlatch con ocasión de cambios
en la situación de las personas -iniciaciones, matrimonios, funerales e
incluso, bajo una forma menos desarrollada, nunca puede ser disociado de
un fiesta, bien porque el potlatch ocasione la fiesta, bien porque
tenga lugar con ocasión de ella. El potlatch excluye todo regateo y, en
general, está constituido por un don considerable de riquezas que se
ofrecen ostensiblemente con el objeto de humillar, de desafiar y de
obligar a un rival. El carácter de intercambio del don resulta del hecho
de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar el desafío,
debe cumplir con la obligación contraída por él al aceptarlo
respondiendo más tarde con un don más importante; es decir, que debe
devolver con usura.
Pero el don no es la única forma del potlatch. Es
igualmente posible desafiar rivales por medio de destrucciones
espectaculares de riqueza. A través de esta última forma es como el
potlatch incorpora el sacrificio religioso, siendo las destrucciones
teóricamente ofrecidas a los ancestros míticos de los donatarios. En una
época relativamente reciente, podía acontecer que un jefe tlingit se
presentara ante su rival para degollar en su presencia algunos de sus
esclavos. Esta destrucción debía ser respondida, en un plazo
determinado, con el degollamiento de un número de esclavos mayor. Los
tchoukchi del extremo noroeste siberiano, que conocían instituciones
análogas al potlatch, degollaban colleras de perros de un valor
considerable para hostigar y humillar a otros grupo. En el noroeste
americano, las destrucciones consisten incluso en incendios de aldeas y
en el destrozo de pequeñas flotas de canoas. Lingotes de cobre
blasonados, una especie de moneda a la que se atribuía un valor
convenido tal que representaban una inmensa fortuna, eran destrozadas o
arrojadas al mar. El delirio propio de la fiesta se asocia lo mismo a
las hecatombes de patrimonio que a los dones acumulados con la intención
de maravillar y sobresalir.
La usura, que interviene regularmente en estas
operaciones bajo forma de plusvalor obligatorio en los potlatch de
revancha, ha permitido poder decir que el préstamo con interés debería
ocupar el lugar del trueque en la historia de los orígenes del
intercambio. Hay que reconocer, en efecto, que la riqueza se multiplica
en las civilizaciones con potlatch de una forma que recuerda el
hipercrecimiento del crédito en la civilización bancaria. Es decir, que
sería imposible realizar a la vez todas las riquezas poseídas por el
conjunto de los donadores en base a las obligaciones contraídas por el
conjunto de los donatarios. Pero esta semejanza alude a una
característica secundaria del potlatch.
El potlatch es la constitución de una propiedad
positiva de la pérdida -de la cual emanan la nobleza, el honor, el rango
en la jerarquía- que da a esta institución su valor significativo. El
don debe ser considerado como una pérdida y también como una destrucción
parcial, siendo el deseo de destruir transferido, en parte, al
donatario. En las formas inconscientes, tales como las que describe el
psicoanálisis, el don simboliza la excreción, que está ligada a la
muerte según la conexión fundamental del erotismo anal y el sadismo. El
simbolismo excremencial de los cobres blasonados, que constituyen en la
costa noroeste objetos de don por excelencia, está basado en una
mitología muy rica. En Melanesia, el donador designa como su basura a
los magníficos regalos que deposita a los pies del jefe rival.
Las consecuencias en el orden de la adquisición no
son más que el resultado no querido -al menos en la medida en que los
impulsos que rigen la operación sigan siendo primitivos- de un proceso
dirigido en un sentido contrario. "El ideal, indica Mauss, sería dar un
potlatch y que no fuera devuelto". Este ideal es realizado por ciertas
destrucciones en las cuales la costumbre consiste en que no tengan
contrapartidas posibles. Por otra parte, cuando los frutos del potlatch
se encuentran, de alguna forma, unidos a la realización de un nuevo
potlatch, el sentido arcaico de la riqueza se pone de manifiesto sin
ninguno de los atenuantes que resultan de la avaricia desarrollada en
estadios ulteriores. La riqueza aparece así como una adquisición en
tanto que el rico adquiere un poder, pero la riqueza se dirige
enteramente hacia la pérdida en el sentido en que tal poder sea
entendido como poder de perder. Solamente por la pérdida están unidos a
la riqueza la gloria y el honor.
En tanto que juego, el potlatch es lo contrario de
un principio de conservación. Pone fin a la estabilidad de las fortunas
tal como existían en el interior de la economía totémica, donde la
posesión era hereditaria. Una actividad de cambio excesivo ha colocado
en el lugar de la herencia una especie de póker ritual, en forma
delirante, como fuente de la posesión. Pero los jugadores nunca pueden
retirarse una vez que han hecho la fortuna. Deben permanecer expuestos a
la provocación. La fortuna no tiene, pues, en ningún caso, que situar
al que la posee al abrigo de las necesidades. Por el contrario, queda
funcional-mente, y con la fortuna el poseedor, expuesto a la necesidad
de pérdida desmesurada que existe en estado endémico en un grupo social.
La producción y el consumo no suntuario que condicionan la riqueza aparecen así en tanto que utilidad relativa.
4. El gasto funcional de las clases ricas
La noción del potlatch propiamente dicho debe
quedar reservada a los gastos de tipo agonístico que se hacen por
desafío, que entrañan contrapartidas y, más precisamente aún, a aquellas
formas de gasto que las sociedades arcaicas no distinguen del
intercambio.
Es importante saber que el intercambio, en su
origen, fue inmediatamente subordinado a un fin humano, aunque es
evidente que su desarrollo ligado al progreso de los modos de producción
no comenzó más que en el estadio en el que esta subordinación dejó de
ser inmediata. El principio mismo de la función de producción exige que
los productos sean sustraídos a la pérdida, al menos provisionalmente.
En la economía mercantil, los procesos de
intercambio tienen un sentido adquisitivo. Las fortunas no se ponen ya
en una mesa de juego y se convierten en relativamente estables.
Solamente en la medida en que la estabilidad queda asegurada, y cuando
ni siquiera unas pérdidas considerables pueden ponerla en peligro,
llegan a someterse al régimen de gasto improductivo. Los componentes
elementales del potlatch se encuentran, en estas nuevas condiciones,
bajo formas que ya no son tan directamente agonísticas 3. El gasto sigue
siendo destinado a adquirir o mantener el rango, pero en principio no
tiene por objeto, ya, hacérselo perder a otro.
Cualesquiera que sean estas atenuaciones, el rango
social está ligado a la posesión de una fortuna, pero aún con la
condición de que la fortuna sea parcialmente sacrificada a los gastos
sociales improductivos tales como las fiestas, los espectáculos y los
juegos. Remarquemos que, en las sociedades salvajes, en las que la
explotación del hombre por el hombre es todavía débil, los productos de
la actividad humana no afluyen solamente hacia los ricos en razón de los
servicios de protección o dirección sociales que, al parecer, prestan
sino, también, en razón de los gastos espectaculares de la colectividad a
los que deben hacer frente. En las sociedades llamadas civilizadas, la
obligación funcional de la riqueza no ha desaparecido más que en una
época relativamente reciente. La decadencia del paganismo entrañó la de
los juegos y los cultos a los que los romanos ricos debían
obligatoriamente hacer frente. Por esto es por lo que se ha podido decir
que el cristianismo individualizó la propiedad, dando a su poseedor una
plena disposición de sus productos y aboliendo su función social. Al
abolir esta función, al menos en tanto que obligatoria, el cristianismo
sustituyó los gastos paganos exigidos por la costumbre por la limosna
libre, bien bajo la forma de donaciones extremadamente importantes a las
iglesias y, más tarde, a los monasterios. Las iglesias y los
monasterios asumieron precisamente en la Edad Media la mayor parte de la
función espectacular.
Hoy las formas sociales grandes y libres del gasto
improductivo han desaparecido. Sin embargo, no debemos concluir por ello
que el principio mismo del gasto improductivo haya dejado de ser el fin
de la actividad económica.
Semejante evolución de la riqueza, cuyos síntomas
tienen el sentido de la enfermedad y el abatimiento, conduce a una
vergüenza de sí mismo y, al mismo tiempo, a una mezquina hipocresía.
Todo lo que era generoso, orgiástico y desmesurado ha desaparecido. Los
actos de rivalidad, que continúan condicionando la actividad individual,
se desarrollan en la oscuridad y se asemejan a vergonzosos regüeldos.
Los representantes de la burguesía muestran un comportamiento pudoroso;
la exhibición de riquezas se hace ahora en privado, conforme a unas
convenciones enojosas y deprimentes. De otra parte, los burgueses de la
clase media, los empleados y los pequeños comerciantes, que cuentan con
una fortuna mediocre o ínfima, han acabado de envilecer el gasto
ostentatorio, que ha sufrido una especie de parcelación, y del que ya no
queda más que una multitud de esfuerzos vanidosos ligados a rencores
fastidiantes.
No obstante, tales simulacros se han convertido,
con pocas excepciones, en la principal razón de vivir, de trabajar y de
sufrir para todos aquellos que no tienen coraje para someter su
herrumbrosa sociedad a una destrucción revolucionaria. Alrededor de los
bancos modernos, como alrededor de los kwakiutl, el mismo deseo de
deslumbrar anima a los individuos y los involucra en un sistema de
pequeñas vanidades que ciegan a unos contra otros como si estuvieran
ante una luz muy fuerte. A algunos pasos del banco, las joyas, los
vestidos, los coches esperan en los escaparates el día que servirán para
aumentar el esplendor de un siniestro industrial y de su vieja esposa,
más siniestra aún. En un grado inferior, péndulos dorados, aparadores de
comedor, flores artificiales prestarán servicios igualmente
inconfesables a reatas de tenderos. La emulación del ser humano al ser
humano se libera como entre los salvajes, con una brutalidad
equivalente. Sólo la generosidad y la nobleza han desaparecido y con
ellas la contrapartida espectacular que los ricos devolvían a los
miserables.
En tanto que clase poseedora de la riqueza, que ha
recibido con ella la obligación del gasto funcional, la burguesía
moderna se caracteriza por la negación de principio que opone a esta
obligación. Se distingue de la aristocracia en que no consiente gastar
más que para sí, en el interior de ella misma, es decir disimulando sus
gastos, cuando es posible, a los ojos de otras clases. Esta forma
particular es debida, en el origen, al desarrollo de su riqueza a la
sombra de una clase noble más potente que ella. A estas concepciones
humillantes de gasto restringido han respondido las concepciones
racionalistas que la burguesía ha desarrollado a partir del siglo XVII y
que no tienen otro sentido que una representación del mundo
estrictamente económica, en sentido vulgar, en el sentido burgués de la
palabra. La aversión al gasto es la razón de ser y la justificación de
la burguesía y, al mismo tiempo, de su hipocresía tremenda. Los
burgueses han utilizado las prodigalidades de la sociedad feudal como un
abuso fundamental y, después de apropiarse del poder, se han creído,
gracias a sus hábitos de disimulo, en situación de practicar una
dominación aceptable por las clases pobres. Y es justo reconocer que el
pueblo es incapaz de odiarlos tanto como a sus antiguos amos, en la
medida en que, precisamente, es incapaz de amarlos, pues a los burgueses
les es imposible disimular tanto la sordidez de su rostro como su
innoble rapacidad, tan horriblemente mezquina que la vida humana queda
degradada sólo con su presencia.
Frente a los burgueses, la conciencia popular se
reduce a mantener profundamente el principio del gasto, representando la
existencia burguesa como la vergüenza del hombre y como una siniestra
anulación.
5. La lucha de clases
Al oponerse tanto a la esterilidad como al gasto,
coherentemente con la razón propia del cálculo, la sociedad burguesa no
ha conseguido más que desarrollar la mezquindad universal. La vida
humana no vuelve a encontrar la agitación, según las exigencias de
necesidades irreductibles, más que en el esfuerzo de quienes desorbitan
las consecuencias de las concepciones racionalistas corrientes. Los
modos de gasto tradicional se han atrofiado, y el suntuario tumulto
viviente se ha refugiado en el desencadenamiento sorprendente de la
lucha de clases.
Los componentes de la lucha de clases están
presentes en la evolución del gasto desde el período arcaico. En el
potlatch, el rico distribuye los productos que le entregan los
miserables. Busca elevarse por encima de un rival rico como él, pero el
último peldaño de la elevación a la que aspira no tiene otro objetivo
que alejarlo aún más de la naturaleza de los miserables. De este modo,
el gasto, aunque tiene una función social, empieza por ser un acto
agonístico de separación, de apariencia antisocial. El rico consume lo
que pierde el pobre creando para él una categoría de decadencia y de
abyección que abre la vía a la esclavitud. Por tanto, es evidente que,
de la herencia indefinidamente transmitida desde el suntuario mundo
antiguo, el moderno ha recibido el legado de esta categoría, actualmente
reservada a los proletarios. Sin duda, la sociedad burguesa, que
pretende gobernarse siguiendo principios racionales, que tiende, además,
por su propio movimiento, a conseguir una cierta homogeneidad humana,
no acepta sin protesta una división que parece destructiva del hombre
mismo, pero es incapaz de llevar la resistencia más allá de la negación
teórica. Da a los obreros derechos iguales a los de los amos y anuncia
esta igualdad inscribiendo ostensiblemente la palabra sobre los muros.
Sin embargo, los amos, que actúan como si ellos fueran la expresión de
la sociedad misma, están preocupados - más gravemente que por cualquier
otro problema- por dejar constancia de que no participan en nada de la
abyección de los hombres a quienes dan empleo. El fin de la actividad
obrera es producir para vivir, pero el de la actividad patronal es
producir para condenar a los productores obreros a una descomunal
miseria. Pues no existe ninguna disyunción posible entre la
cualificación buscada en los modos de gasto propios del patrón, que
tiende a elevarse muy por encima de la bajeza humana y la bajeza misma,
de la cual ésta cualificación es función.
Oponer a esta concepción del gasto social
agonístico la representación de los numerosos esfuerzos burgueses
tendientes a mejorar la suerte de los obreros no es más que la expresión
de la infamia de las modernas clases superiores, que no tienen el valor
de reconocer sus destrucciones. Los gastos realizados por los
capitalistas para socorrer a los proletarios y darles la oportunidad de
elevarse en la escala humana no testimonian más que la impotencia -por
extenuación- para llevar hasta el fin un proceso suntuario. Una vez que
tiene lugar la pérdida del pobre, el placer del rico se encuentra poco a
poco vaciado de su contenido y neutralizado, colocándolo ante una
especie de indiferencia apática. En estas condiciones, a fin de
mantener, a pesar de elementos (sadismo, piedad) que tienden a
perturbarlo, un estado neutro que la apatía misma hace relativamente
agradable, puede ser útil compensar una parte del gasto que engendra la
abyección con un gasto nuevo tendiente a atenuar los resultados de la
primera. El sentido político de los patronos, junto a ciertos
desarrollos parciales de prosperidad, ha permitido dar a veces una
amplitud notable a este proceso de compensación. Así es como, en los
países anglosajones, en particular en los Estados Unidos de América, el
proceso primario no se produce más que a expensas de una parte
relativamente débil de la población y como, en una cierta medida, la
clase obrera misma ha sido llevada a participar en él (sobre todo cuando
ello estaba facilitado por la existencia previa de una clase como la de
los negros, tenida por abyecta de común acuerdo). Pero estas
escapatorias, cuya importancia está, por otra parte, estrictamente
limitada, no modifican en nada la división fundamental de las clases de
hombres en nobles e innobles. El juego cruel de la vida social no varía a
través de los diversos países civilizados en los que el esplendor
insultante de los ricos pierde y degrada la naturaleza humana de la
clase inferior.
Hay que añadir que la atenuación de la brutalidad
de los amos que, por otra parte, no descansa tanto sobre la destrucción
como sobre las tendencias psicológicas a la destrucción - corresponde a
la atrofia general de los antiguos procesos suntuarios que caracteriza a
la época moderna.
La lucha de clases se convierte, por el contrario,
en la forma más grandiosas de gasto social, en la medida que es retomada
y desarrollada, esta vez por cuenta de los obreros, con una amplitud
que amenaza la existencia misma de los amos.
6. El cristianismo y la revolución
Al margen de la revuelta, a los atosigados
miserables les ha sido posible rehusar la participación moral en el
sistema de opresión de unos hombres por otros. En ciertas circunstancias
históricas rehusaron, en particular por medio de símbolos más
contundentes aún que la realidad, rebajar la "naturaleza humana" entera
hasta una ignominia tan horrible que el placer de los ricos en provocar
la miseria de los demás se hacía, de golpe, demasiado agudo para ser
soportado sin vértigo. Se ha instituido así, independientemente de las
formas rituales, un intercambio de desafíos exasperados, sobre todo del
lado de los pobres, un potlatch en el que la escoria real y la
inmundicia moral descubiertas han rivalizado de un modo espectacular con
todo lo que el mundo contiene de riqueza, de pureza o de esplendor. Con
esta clase de convulsiones espasmódicas se ha abierto una salida
excepcional por la desesperanza religiosa que había en la explotación
sin reserva.
Con el cristianismo, la alternancia de exaltación y
de angustia, de suplicios y de orgías que constituyen la vía religiosa,
se plantea un contexto más trágico, confundiéndose con una estructura
social enferma, desgarrándose ella misma con la crueldad más sórdida. El
canto de triunfo de los cristianos magnifica a Dios porque ha entrado
en el juego cruento de la guerra social, porque "ha despeñado a los
poderosos de lo alto de su grandeza y exaltado a los miserables.
Los místicos asocian la ignominia social, la ruina
cadavérica del crucificado con el esplendor divino. Así es como el culto
asume la función de total oposición de fuerzas de sentido contrario,
repartidas de tal modo entre ricos y pobres que los unos llevan a los
otros a la pérdida. El culto se une estrechamente a la desesperanza
terrestre, no siendo el mismo más que un epifenómeno del odio sin medida
que divide a los hombres, pero un epifenómeno que tiende a suplantar el
conjunto de procesos divergentes que resume. Según las palabras
atribuidas a Cristo, que decía que él había venido a dividir, no a
reinar, la religión no busca, pues, en absoluto, hacer desaparecer lo
que otros consideran como la calamidad humana. En su forma inmediata, en
la medida en que su movimiento ha quedado libre, la religión se
encenaga, por el contrario, en una inmundicia indispensable a sus
tormentos extáticos.
El sentido del cristianismo viene dado por el
desenvolvimiento de las consecuencias delirantes del gasto de clases,
por una orgía agonística mental practicada a expensas de la lucha real.
Sin embargo, cualquiera que sea la importancia que
la lucha tenga en la actividad humana, la humillación cristiana no es
más que un episodio en la lucha histórica de los innobles contra los
nobles, de los impuros contra los puros. Como si la sociedad, consciente
de su desquiciamiento intolerable, hubiera estado por un tiempo ebria, a
fin de gozarlo sádicamente. Pero la ebriedad más pesada no ha podido
borrar las consecuencias de la miseria humana y, aunque las clases
explotadas se opongan a las clases superiores con una lucidez creciente,
ningún límite concebible puede ponerse al odio. En la agitación
histórica, sólo la palabra Revolución domina la confusión reinante y
comporta promesas que responden a las exigencias ilimitadas de las
masas. Una simple ley de reciprocidad social exige que a los amos, a los
explotadores, cuya función social consiste en crear formas
despreciables, excluyentes de la naturaleza humana -tal como esta
naturaleza existe en el límite de la tierra, es decir, del barro- se les
entregue al miedo, al gran atardecer en el que sus bellas frases
quedarán cubiertas por los gritos de muerte de los amotinados. Es la
esperanza sangrienta que se confunde cada día con la existencia popular y
que resume el contenido insobornable de la lucha de clases.
La lucha de clases no tiene más que un fin posible: la pérdida de quienes han trabajado por perder a la "naturaleza humana".
Cualquiera que sea la forma de desarrollo elegida,
sea ésta revolucionaria o servil, las convulsiones generales
constituidas durante dieciocho siglos por el éxtasis religioso cristiano
y, en nuestros días, por el movimiento obrero, deben ser consideradas
igualmente como una impulsión decisiva que constriñe a la sociedad a
utilizar la exclusión de unas clases por otras para realizar un modo de
gasto tan trágico y tan libre como sea posible, al mismo tiempo que a
introducir formas sagradas tan humanas que las formas tradicionales
lleguen a ser comparativamente despreciables. Es el carácter cambiante
de estos movimientos lo que atestigua el valor humano total de la
Revolución obrera, susceptible de actuar por sí misma con una fuerza tan
constrictiva como la que dirige a los organismos elementales hacia el
sol.
7. La insubordinación de los hechos materiales
La vida humana, distinta de su existencia jurídica,
y tal como tiene lugar, de hecho, sobre un globo aislado en el espacio
celeste, en cualquier momento y lugar, no puede quedar, en ningún caso,
limitada a los sistemas que se le asignan en las concepciones
racionales. El inmenso trabajo de abandono, de desbordamiento y de
tempestad que la constituye podría ser expresado diciendo que la vida
humana no comienza más que con la quiebra de tales sistemas. Al menos,
lo que ella admite de orden y de ponderación no tiene sentido más que a
partir del momento en el que las fuerzas ordenadas y ponderadas se
liberan y se pierden en fines que no pueden estar sujetos a nada sobre
lo que sea posible hacer cálculos. Sólo por una insubordinación
semejante, incluso, aunque sea miserable, puede la especie humana dejar
de estar aislada en el esplendor incondicional de las cosas materiales.
De hecho, de la forma más universal, aisladamente o
en grupo los hombres se encuentran constantemente comprometidos en
procesos de gasto. La variación de las formas no entraña alteración
alguna de los caracteres fundamentales de estos procesos cuyo principio
es la pérdida. Una cierta excitación, cuya intensidad se mantiene en el
curso de las alternativas en un estiaje sensiblemente constante, anima
las colectividades y las personas. En su forma acentuada, los estados de
excitación, que son asimilables a estados tóxicos, pueden ser definidos
como impulsiones ilógicas e irresistibles al rechazo de bienes
materiales o morales, que habría sido posible utilizar racionalmente
(según el principio de la contabilidad). A las pérdidas así realizadas
se encuentra unida -tanto en el caso de la "hija perdida" como en el del
gasto militar- la creación de valores improductivos, de los cuales el
más absurdo y al mismo tiempo el que provoca más avidez es la gloria.
Junto con la ruina, la gloria, bajo formas siniestras o deslumbrantes,
no ha dejado de dominar la existencia social y hace imposible emprender
nada sin ella, a pesar de que está condicionada por la práctica ciega de
la pérdida personal o social.
Y así es como la inmensa quiebra de la actividad
arrastra a las intenciones humanas -incluidas las que se asocian con las
actividades económicas- hacia el juego cualificador de la materia
universal: la materia, en efecto, no puede ser definida más que por la
diferencia no lógica, que representa con relación a la economía del
universo lo que el crimen con relación a la ley. La gloria, que resume o
simboliza (sin agotarlo) el objeto del gasto libre, como nunca puede
excluir el crimen, no se diferencia de la cualificación, sobre todo si
se considera la única cualificación que tiene un valor comparable al de
la materia de la cualificación insubordinada, lo cual no es la condición
de ninguna otra.
Si se considera, por otra parte, el interés,
coincidente tanto con la gloria (como con la ruina), que la colectividad
humana pone necesariamente en el cambio cualitativo realizado
constantemente por el movimiento de la historia, si se considera, en
fin, que este movimiento no puede contener ni conducir a una objetivo
limitado, es posible, una vez abandonada toda reserva, asignar a la
utilidad un valor relativo. Los hombres aseguran su subsistencia o
evitan el sufrimiento no porque estas funciones impliquen por sí mismas
un resultado suficiente, sino para acceder a la función insubordinada
del gasto libre.
--- 1. Este estudio se publicó en el Nº 7 de "La critique sociale", enero de 1933
2. Sobre el potlatch véase, sobre todo, MAUSS,
"Ensayo sobre el don, forma arcaica del intercambio", en "L'Année
sociologique", 1925. (Existe versión española en Marcel Mauss
"Sociología y antropología", Tecnos, Madrid 1979, pp. 155-258).
3. En el sentido de comportar rivalidad y lucha
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